La adolescencia es una etapa conflictiva, también para los padres; debemos prepararnos para afrontarla. El paso de la niñez a la adolescencia nos desconcierta. De repente, nuestro hijo es otro, se transforma, nos sigue pareciendo un niño, pero quiere salir con sus amigos, ¡sin nosotros!; se viste y se arregla «a su estilo», un estilo que nos espanta; le gusta encerrarse en su cuarto y escuchar música a todo volumen o permanecer tumbado, totalmente inactivo o viendo la televisión durante horas, enganchado al móvil o chateando por Internet sin parar…
Apenas nos dirige la palabra, toma decisiones que no coinciden con nuestras expectativas, toda la familia pasa a un segundo plano, a menudo nos trata despectivamente o nos contesta mal, no colabora, se cree que estamos para servirle…
Sus cambios de humor nos sorprenden. No se aguanta ni a sí mismo; en poco tiempo, pasa de un estado depresivo a la euforia; puede ser introvertido y extrovertido a la vez, dependiendo de con quién esté; pasa de contarnos todo, a no dirigirnos la palabra; se nos pegará como una lapa, a ratos, y en otros momentos no querrá ni saludarnos… Necesita nuestro apoyo, nuestros consejos, nuestra exigencia, pero aparentemente los rechaza: argumenta que le parece ridículo lo que le decimos. En esta etapa busca nuestra aprobación, pero hará como si le pareciera irrelevante.
Ante sus cambios y contradicciones, no sabemos cómo actuar, nos sentimos desconcertados, sorprendidos, llenos de dudas y en ocasiones hasta culpables: «¿está bien que se aísle o debería obligarle a estar con nosotros?», «¿por qué se ha convertido nuestra vida en una batalla continua?», «¿por qué se porta así?», «¿qué hemos hecho mal?», «qué tendríamos que hacer»…
Es importante que no nos confunda su actitud: aunque aparentemente rechace nuestro afecto y resulte difícil hablar con él, ¡nos necesita! Es fundamental que sepa que cuenta con nosotros, que comprendemos su deseo de libertad y que le queremos ayudar a ser independiente. Para lograrlo, nuestra relación se debe basar en la comprensión y el diálogo: tendremos que pactar constantemente.
No debemos ser un freno en su desarrollo: le tenemos que impulsar a conquistar la libertad que demanda a la vez que le enseñamos a asumir las responsabilidades que le permitirán independizarse paulatinamente; tampoco le podemos dejar solo, desentendiéndonos de lo que haga: todavía le resulta imprescindible nuestra guía, nuestro control.
El adolescente es como un caballo desbocado, si no tiramos de las riendas a tiempo se puede precipitar al vacío. Necesita libertad para caminar, correr, trotar…, pero también a alguien que le ayude a asumir sus cambios, a comprender lo que está sucediendo en ese mundo nuevo que se abre ante él; a alguien que le ayude a descubrir su nueva identidad y a aceptar a las personas que difieran de su manera de ser, pensar o sentir; a alguien que le acompañe en su búsqueda y que le ayude a crecer, a independizarse, a tomar decisiones; ¡a alguien que le frene a tiempo!… Imaginemos que él sujeta el extremo de una cuerda y nosotros el otro. La cuerda no debe estar siempre tensa, pero tendremos que tirar con fuerza en muchas ocasiones. En esta etapa no podemos soltar la cuerda. Si asume las responsabilidades de su vida, podemos aflojarla, darle libertad, pero si no las asume, necesita nuestro tirón: ¡necesita límites!
Saber dialogar con ellos, ponerles límites, pactar, ceder y establecer acuerdos es importantísimo; pero lo que tiene más importancia a la hora de educar es mantener una actitud segura, firme y comprensiva, nos referimos a la actitud de las personas con autoridad (las personas con autoridad no son autoritarias ni permisivas, por el contrario, trasmiten a sus hijos mensajes que les animan a asumir sus compromisos y a esforzarse, basándose en la comprensión, el diálogo, los pactos y el cariño).
Por otra parte, nos tenemos que plantear si queremos que superen la adolescencia o que permanezcan en ella durante la etapa siguiente. Al final de la adolescencia, etapa inestable y conflictiva, aparece la juventud, etapa tranquila, sin apenas crisis. Si no les ayudamos a afrontar la adolescencia, en su juventud seguirán siendo inseguros e indecisos, no habrán asumido las obligaciones que les corresponden, no sabrán a qué quieren dedicar su vida fracasando en sus estudios, se quejarán si les exigimos o no les damos lo que nos piden; querrán seguir dependiendo de nosotros sin colaboración por su parte, la comunicación será difícil y a menudo inexistente.
Se suelen utilizar los términos adolescencia y juventud como sinónimos, sin embargo, son dos etapas con características diferentes. Mientras en la adolescencia proliferan las situaciones conflictivas, las dudas, los frecuentes cambios de humor, la rebeldía… en la juventud predomina el equilibrio, la búsqueda activa y a la vez controlada de sus anhelos y proyectos, estarán llenos de energía, de vitalidad, pero sin sobresaltos, serenos. Si durante su adolescencia les educamos bien: les dimos libertad enseñándoles a comprometerse, aprendieron a asumir sus responsabilidades y a tomar decisiones, supieron aceptar los límites y a contar con nuestra opinión, si no les resolvimos la vida… se acabó la época indecisa: llegarán a la juventud dispuestos a afrontarla preparándose para lograr su total independencia al acabar su preparación para el mundo laboral. Atrás quedó el constante tira y afloja del adolescente, su intransigencia cuando no quería negociar, el sentirse incomprendido cuando defendíamos un punto de vista diferente al suyo, los pactos incumplidos porque le costaba respetar los acuerdos; empieza una época de comunicación fluida, de armonía…
Es una lástima que la mayoría de los jóvenes sigan siendo adolescentes al llegar a su juventud. Merece la pena hacer el esfuerzo de ayudarles a vivir su adolescencia. Al final de la etapa, ellos y nosotros obtendremos la recompensa: un hijo independiente, equilibrado, maduro y responsable. Un joven adolescente resulta agotador, un joven que ha superado la adolescencia es adorable.
¡Merece la pena disfrutar de su adolescencia!